Paris, Francia. Año 1800.
Se preguntaba si siempre había existido ese rumor popular de bestias nocturnas en Francia o todo había comenzado con la aparición y torpeza del centenar de aquelarres vampíricos que habían aparecido esos últimos años.
Pareciese que se reproducieran como ratas de alcantarilla.
Y para peor, habían hecho que el clan se separara, pocos de ellos quedaban en Francia, muchos habían emigrado como sus antepasados nómades hacia Suecia en busca de paz y tranquilidad, y no podía decir que ellos no lo hubieran intentado. Suecia desde siempre había estado destinada a ser la tierra de la manada, su legión del mal, como bien se solían hacer llamar. Sus abuelos y los hermanos de éstos habían comenzado con lo que ellos serían, la primera generación en querer luchar por aquel lugar donde vivir, la primera que había querido cumplir su venganza por la muerte y la huida de sus familiares.
Muy pocas veces tenía tiempo para pensar en todo eso, pero cuando lo hacía un sentimiento de vacío impenetrable le crujía dentro. Tener todas sus cosas en su debido lugar tenía su costo, arreglar negocios con la gente de las tiendas del pueblo, acomodar el desastre que sus hermanos hacían en la guarida, vivir, comer bien. Al final del día, el hermoso licántropo podía descansar y pasar un rato a solas, meditar, dormir en la orilla de la laguna como le gustaba, pero no esa noche. Esa noche la luna saldría y se lo tragaría, no quedaría nada de su conciencia y la bestia saldría de paseo. No quedaba más que esperar la medianoche.
El joven de aspecto frágil y desgarbado, de cabello rubio y desordenado y piel blanca como la luna esa noche había visitado como siempre el lago a las afueras del pueblo. Esperaba. No lo hacía del modo convencional ni se lamentaba por su suerte, al contrario, se preparaba. Estaba listo. Sus mejores ropas estaban prolijamente dobladas en un bolso que había dejado bajo la sombra de un gran roble de tronco alto mientras él se daba un baño en las frías aguas de la laguna, cualquiera que pasara por allí unos momentos luego podía llevarse una gran sorpresa, y de yapa, una muerte asegurada.
No había presentido que sus hermanos llegarían sin avisar, habría querido hacerlo solo, sin peleas ni miramientos, sin la culpa en sus ojos la mañana siguiente. La primera en asomar su rubia melena pelirroja había sido Gail, su hermana pequeña. Lhevin se había encargado de que la frase Quédate en la guarida, será mejor que te transformes allí, quedase bien grabada en su mente. La pelirroja había resoplado y quejado, pero su mellizo no había dado el brazo a torcer. Llegó a la orilla con los pies descalzos y sosteniendo su vestido blanco en sus manos para no estropearlo ni embarrarlo, no podía dejar pasar esa aventura mientras ellos correteaban sin conciencia por donde quisieran. Las transformaciones siempre eran mejores al aire libre, siempre lo eran. Un motivo simple y sencillo era que no hacía desastre en la guarida. Pero sabía que había motivos de sobra para que ella se quedara dentro y no saliera de allí. Sus hermanos siempre se lo recordaban y la más pequeña de la manada no podría nunca dejar aquello de perder su picardía y la travesura la guiaba.
Ya había sentido a su hermano cerca de allí y no quería ser vista, algo le decía que se llevaría más de una regañina.
El segundo en llegar al lugar fue Lhevin, el mellizo de Gail, apenas más bajo que el rubio, de ojos grises y mirar temerario y misterioso. Como una ráfaga de viento él llegó hacia su hermana pero no lo suficiente cerca para ser descubierto. Vigilándole los pasos con los ojos cerrados, solo guiado por el olor tan conocido para él, y ella no estaba sola, sabía que Aramis andaba por allí.
Continuará.